Diario de una sobreviviente: “Sufrí violencia, fui adicta, pero pude salir”
A. tiene 25 años y es estudiante. Su vida se volvió un infierno por las adicciones. Esta es la historia de su drama y de su recuperación.
Hay una anécdota que me contaron varias veces: a los dos años de edad abrí el cajón de la mesita de luz de mi padre y me metí en la boca dos antidepresivos porque creí que eran aspirinetas. Me intoxiqué y tuvieron que llevarme al hospital. Aquí me haré llamar, simplemente, A. Tengo 25 años y nací en Santa Fe. Mi familia se mudó al barrio de Belgrano cuando yo era muy chiquita. El departamento en el que vivíamos era cómodo, en un quinto piso. La habitación de mis padres separaba el baño del dormitorio de mis medio hermanos, ambos mayores que yo, y del mío. El balcón daba a la calle, había una cocina, una comedor amplio, un lavadero. Nunca regresé a esa casa. Prefiero no referirme a mi madre. Sólo diré que ella y yo sobrevivimos a la violencia. En ese departamento vi a mi hermano del medio sufriendo por la esquizofrenia que padece. Y también a mi hermano mayor en sus arranques de furia contra mi madre, contra mi hermano, contra mí, contra mi padre. Mi padre es todavía un gran interrogante. De él puedo decir poco: que era depresivo y que nos maltrataba. Fui una muy buena alumna en el primario y organicé el centro de estudiantes en la secundaria, donde obtuve el mejor promedio en los dos primeros años de cursada. Empecé a tomar alcohol a los quince años. Terminé consumiendo cocaína y otras drogas a los diecinueve. Hasta que un día le pedí a mi mamá que me internara. Durante la rehabilitación terminé el colegio. Ahora estudio una carrera universitaria y trabajo como coordinadora en talleres para personas que intentan salir del consumo de drogas. Soy adicta rehabilitada y quiero contarles mi historia.
Mi infancia. Me crié un poco a los tumbos. Mis medio hermanos son hijos de mujeres diferentes. El mayor fue abandonado por su madre. La madre del otro falleció. La mía se integró a la familia como para criarlos. Era una tarea difícil. De aquellos años, me queda una sensación clara: yo tenía que proteger a mi mamá del maltrato por parte de mi padre. En aquel departamento de Belgrano el pacto de silencio era una ley y el insulto, la forma más amable de preguntarnos qué tal nos había ido en el día. Mi padre tenía –o tiene, no lo sé, porque hace muchos años que no lo veo– un puesto de diarios y revistas, y se levantaba de madrugada. Volvía cerca de las dos y se metía en su habitación, de la que sólo salía si quería hacer quilombo. Como cuando nos sentábamos a la mesa para almorzar y decía que la comida “era un asco”. El maltrataba a mi mamá de diferentes maneras. Una era mezquinarle la plata. Le dejaba unos pesos por día para que cocinara para cinco y ella tenía que hacer malabares. Para mi padre la comida siempre sabía mal. Al insulto, le seguía el revoleo de una silla y trompadas cruzadas entre mis padres, entre mis hermanos, entre mi mamá y mis hermanos. Yo me quedaba quieta, mirando todo. Pero no le contaba a nadie lo que pasaba en mi casa. A mí me decían que de eso, afuera, no se hablaba con nadie.
Hice la primaria en un colegio religioso del barrio, donde me convertí en una gran observadora de las familias de mis compañeros. Ellos tenían lo que yo no: alguien que los ayudara a hacer la tarea, que fuera a su comunión, a la plaza, de vacaciones. En ese sentido mi padre fue una gran ausencia. Yo recuerdo que él me ignoraba. Mi mamá, en tanto, hacía lo que podía. Creo que el costo emocional de vivir sometida a un hombre violento hizo que no se diera cuenta de la falta que me hacía.
Empecé a pasar mucho tiempo en las casas de mis compañeras. O, mejor dicho, sentía que era feliz en cualquier lado menos en mi casa.
Mi adolescencia. Cursé el secundario en una escuela pública de Belgrano. En primer y segundo año logré el mejor promedio. Venía acostumbrada a la estructura de la educación privada: pasé del riguroso uniforme a ir con mi ropa de todos los días, y de llegar a clase con la tarea hecha a un esquema de estudio más relajado. El cambio me gustó y a los trece años construí un micromundo de música y literatura. Me compré el primer disco de Pink Floyd, con Syd Barret al frente —The piper at the gates of Dawn—, y muchos libros: El gozante, de Manuel Castilla; Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal; La Divina Comedia… De a poco me fui acercando al centro de estudiantes de la escuela entusiasmada con la idea de participar.
Para ese momento, en mi casa las cosas estaban mal. Mi padre funcionaba como el benefactor de mis hermanos, una relación sostenida, básicamente, en dar dinero. El seguía siendo el verdugo de mi mamá, que se había propuesto terminar la escuela primaria. Entre ellos no había ningún compromiso afectivo. El amor en mi casa se había sido reemplazado por una violencia circular que no cedía. Empecé a fumar tabaco y a tomar alcohol. Cerveza, vodka, licor, daba lo mismo. No era un trago sino que tomaba lo suficiente para darme vuelta. Esa, sin embargo, no fue mi peor etapa con la bebida. Pero ahora, vista a la distancia, pudo haber sido el preludio del infierno.
A los quince años, en 2006, conseguí un trabajo como camarera. El sueldo era holgado para esa época, casi cinco mil pesos. Para entonces participaba activamente del centro de estudiantes y lo común, en la escuela, era fumar marihuana. El tema era que mis amigos de ese momento seguían haciendo su vida normal a pesar del consumo. Ellos estudiaban y tenían un empleo, y yo, en cambio, quedé prendida. Fumaba antes de entrar al colegio y al salir, antes y después de la clase de gimnasia, antes y después de trabajar, y a la noche, en mi casa. Sentía que me relajaba, que me hacía parecer “más auténtica”.
Hasta que una noche probé cocaína. No era algo que estuviera en mis planes. Fue durante una fiesta a la que me invitaron junto a un compañero del colegio, que era músico y que decía que la cocaína “lo inspiraba”. No tengo registro de aquel inicio, pero sí de lo que me pasó después con esa sustancia: la euforia, una energía poderosa, la sensación de pensar más y mejor. Para entonces, el clima en mi casa era más complicado y la relación con mi mamá, que se había anotado para estudiar una carrera terciaria, mutaba: ella me reprochaba que la dejaba sola. A fines de ese año renuncié al trabajo como camarera. Dejé de lado las quejas de mi mamá y, con mis ahorros, me fui de viaje al sur por un tiempo. Cuando regresé a Buenos Aires estaba perdida, pero no abandoné la escuela. Era, en definitiva, mi lugar de pertenencia.
En 2007 hubo una toma masiva de colegios en la Ciudad y yo me puse al frente del centro de estudiantes del mío, que estaba algo desorganizado. Durante dos semanas blindamos la escuela: ninguna autoridad pudo entrar. Ahí empecé con un consumo fuerte de alcohol. Cuando la toma en mi escuela terminó, me echaron del colegio por haber liderado la medida de fuerza. La expulsión me frustró mucho. Era una buena alumna, pero debía dar libre casi todas las materias de quinto año. Ese tiempo que ya no iba a dedicarlo al estudio debía pasarlo en mi casa, el lugar donde no quería estar. El consumo se agravaba. Terminé de engancharme con la cocaína y experimenté con ácido y ketamina. El infierno que viviría estaba más cerca.
Santa Fe, ida y vuelta. Al año siguiente, en 2008, no tenía ganas de dar libre las materias que me habían quedado pendientes del secundario luego de la expulsión. Pero sí quería trabajar. Un día, de casualidad, me crucé en la calle con la encargada de aquel local de comidas en el que había sido camarera. La encargada me contó que estaban buscando gente y me sugirió que me acercara. Volvieron a contratarme tan rápido como me echaron. Para entonces estaba en mi peor etapa de consumo. De los cinco días que debía ir a trabajar, tres llegaba tarde y alguno no iba con alguna excusa. Una vez me encerré en el baño porque pensaba que se habían dado cuenta de que había tomado cocaína antes de llegar. Estaba muy paranoica. Necesitaba plata y fui a Plaza Italia vender algunas cosas. Allí quedaron los discos de Pink Floyd y aquellos libros que me habían encantado. Haberme desprendido de eso, que tanto quería, fue el último paso antes de que me absorbiera la marginalidad.
La situación en mi familia era insostenible. Mi mamá había conseguido un trabajo en el que pasaba todo el día. Creo que ella tampoco quería estar en casa. Yo empecé a pasar mucho tiempo en una plaza de Belgrano. Para entonces desayunaba vino, robaba bebida en los supermercados, tomaba alcohol etílico. No dormía ni tenía apetito. Tampoco sentía la necesidad de higienizarme. La gente que pasaba por la plaza me miraba con miedo. Supe lo que era el rechazo.
El 21 de septiembre de 2011 me mudé a Santa Fe, a la casa de unos familiares, con la promesa de que dejaría de consumir y de que iba a terminar el secundario. Mi mamá también me había hecho una promesa: ella iba a separarse de mi padre. Pero nada de eso pasó. Yo aseguraba que había rendido las materias, pero ni siquiera iba a la escuela. Decía que tomaba poca cerveza, pero escondía las botellas en el placard o llevaba dos latas en la mochila. Estaba muy enganchada con la cocaína. Mi mamá, en tanto, nunca se fue del departamento de Belgrano.
Una mañana, en Santa Fe, desperté con la boca partida. Lo que recordaba de la noche anterior era que estaba escuchando el tango Uno, que había tomado antidepresivos y que los había bajado con cerveza. Y nada más. Ya no tenía sentido estar en Santa Fe. Llamé a mi casa, en Belgrano. Por teléfono, mi mamá me dijo que mi hermano mayor había vendido mi bici verde manzana, una bicicleta que yo adoraba. Me enfurecí, le dije que iba a volver a Buenos Aires, que buscara un lugar donde mudarnos. Mientras yo regresaba, mi mamá consiguió una pieza en una pensión de Congreso. Pasamos allí dos semanas hasta que nos instalamos en un monoambiente en Villa Urquiza. Nunca volvimos a ver los hombres de la familia. Pero no dejé de consumir.
Una tarde entré al monoambiente que compartía con mi mamá. Yo estaba muy mal: sucia, raquítica, con los bolsillos –literalmente– llenos de cocaína. Me vio y se angustió mucho. Me dijo que sentía que su hija no era yo, que su nena “había muerto”. Entonces me dí cuenta de que estaba perdiendo lo único que me quedaba, a mi mamá. Lloramos, quizás como nunca lo habíamos hecho antes. Y le pedí que me internara, que me encerrara en un lugar del que no pudiera salir. Al día siguiente fuimos a la Sedronar. Me hicieron tres estudios para determinar en qué nivel de consumo estaba. La indicación fue un tratamiento ambulatorio. Me negué: yo tenía que estar en un lugar del que no pudiera salir. Entonces me ofrecieron internarme en una casa en medio del campo. Y así fue como entré a El Reparo, un centro de rehabilitación en Marcos Paz, a casi sesenta kilómetros de la Ciudad. Iba a emprender otro camino, pero esta vez de mucho aprendizaje.
El renacimiento. En la mañana del 23 de agosto de 2013, mi mamá y yo surcamos un camino de tierra definido por hileras de árboles que terminaba en la casa principal de la comunidad terapeútica, un casco de estancia pintado de blanco con techo de tejas rojas. Mi mamá había decidido acompañarme en el tratamiento, al punto de hacer uno por su cuenta como familiar, en forma ambulatoria. Nos recibió Princesa, una perra hermosa a la que nos presentaron como la cuidadora oficial. Después recorrimos las diecisiete hectáreas que rodeaban la casa. Había una chanchería, una gallinero, varios caballos, ochenta árboles frutales y una pileta. Luego me presentaron a una residente que ya tenía cuatro meses de internación. Ella fue mi orientadora durante dos semanas que serían intensas. Me despedí de mi vieja. En ese instante arrancó un gran proceso de cambio.
A las instituciones de rehabilitación se las suele llamar “granjas”. Pero para los que pasamos por uno de esos lugares esa palabra tiene una connotación negativa. Preferimos decirle “comunidad”. En la comunidad, entonces, hay normas y actividades que tenemos que cumplir. El objetivo es ir aprendiendo a asumir responsabilidades en nuestra vida. Hay un sistema de jerarquías. Los que recién ingresan son “carteles blancos orientados” y están en proceso de adaptación. Tienen que cumplir un estatuto —no estar solos, no interrumpir cuando otro habla, pedir permiso siempre, entre los treinta y seis puntos de convivencia— y, sobre todo, deben respetar las tres normas cardinales: no drogas ni alcohol, no sexo, no violencia. Yo, que venía de transgredir todas esas reglas, de repente estaba en el escalafón más bajo, tratando de aceptar que ahí iba a tener que reeducarme en las cosas más básicas de la vida: dormir, comer, ducharme, hablar. Me costó muchísimo. Una vez armé el bolso para irme, otras tantas fantaseé con escaparme.
Lo primero que me impactó es que en la comunidad la habitación es sólo un lugar de descanso: no vas a tirarte en la cama a escuchar música ni a deprimirte. Al ingreso, los coordinadores me explicaron que el cambio es “de afuera hacia adentro”. Tuve que empezar a corregir los hábitos que traía conmigo, como doblar la ropa de una determinada manera, por ejemplo. De a poco fui acomodándome a esa nueva vida. Nos despertaban a las siete menos cuarto y cada uno hacía su cama, cuidando de que las sábanas quedasen bien tirantes. A las siete y veinte, desayunábamos. Era difícil sentarme a la mesa y estar con mis compañeros porque no sabía cómo era eso de compartir una comida. A cada compañero –unos treinta, entre varones y mujeres– se le asignaba una tarea. A mi me tocó el cuidado del gallinero. Tenía a mi cargo treinta gallinas, un gallo y cinco pollitos entre los que estaba Tortícolis, que tenía el cuello torcido. Llegó un momento en que las gallinas me seguían para todos lados, como si tuviera una familia detrás mío. Todos menos Tortícolis que, por su cuellito torcido, andaba en círculos. Yo, que nunca había cuidado nada, les daba de comer, limpiaba su hábitat, los protegía de otros animales.
A veces me mandaban “a reflexión”, que puede parecer un castigo pero no lo es. Se trata de una forma de bajar la ansiedad y tratar de pensar en aquello que no estaba haciendo como me lo habían indicado. Debía sentarme afuera a pensar. He llorado como una nena en esas reflexiones. Una de las actividades que más me sirvieron en la comunidad fue la asamblea nocturna. Pasábamos al frente y contábamos qué sentíamos, los recuerdos que nos asaltaban, las dificultades en la convivencia. Todos queríamos que llegara la noche para hablar.
En esos encuentros, escuchando las historias del resto, todos con culpa y angustia, sentí que estaba en el lugar correcto. Mis compañeros eran mi reflejo y sus historias, la fuerza para que no bajara los brazos. Ya no me sentía sola.
Cuando cumplí dos meses de internación enfrenté un gran desafío. Habían organizado un paseo de chicas. Por primera vez, iba a salir de la comunidad. Tuve miedo: ¿de qué iba a reírme? ¿cómo haría para pasarla bien sin droga ni alcohol? Fue una tarea difícil para mí recrearme sin sustancias. Recién a los cinco meses de internación me di cuenta de que podía pasarla bien sin nada. Fue en la Navidad de 2013, uno de los momentos más hermosos que pasé en El Reparo. El coordinador se disfrazó de Papá Noel y nos dio un regalo a cada uno. Esa noche bailamos y cantamos bajo un cielo estrellado. A fines de ese año, egresaron algunos compañeros y sentí que yo quería ser uno de ellos. Unos meses después, en marzo de 2014, me organizaron un cumpleaños sorpresa. Esa mañana me despertaron mis sobrinos, que habían venido de visita desde Santa Fe. El abrazo que les di valió por mil. También estaba mi mamá, por quien empezaba a sentir mucha gratitud. Ese día fue muy importante, tengo una sensación clara de bienestar. A siete meses del ingreso empezaba a sentirme bien.
Por entonces había conseguido “subir” de jerarquía. De “cartel blanco orientado”, el primer nivel, pasé por los demás hasta llegar a “Asistente de Coordinación”. Hacía un tiempo que había dejado de cuidar el gallinero y mi tarea consistía en atender la parte administrativa de la comunidad, controlar la dinámica del día y supervisar a los líderes, es decir, a aquellos que están atentos a que los residentes cumplan con las normas de convivencia, entre otras cosas. Pero haber subido en la pirámide de responsabilidades tenía otro plus: entré en una etapa de reinserción social que me permitía salir. Me anoté en natación y terminé el secundario, con muy buenas notas. El pasaje al modo ambulatorio fue difícil porque no quería dejar la casa, a la que ya sentía como propia. De repente tenía que vivir sin normas y eso me costó tanto como el tratamiento. Pero además enfrentaba otro –sí, otro más– desafío: ¿estaría preparada para andar en la calle, donde es tan común ver gente consumiendo?
El 5 de diciembre del año pasado, a los 24 años, egresé de la rehabilitación. Mi mamá terminó el tratamiento conmigo. Hubo gente, a la que quería mucho, que tuve que dejar en el camino: amigos, algún novio, mi hermano del medio. Con mi padre corté toda relación. Pero al destino no pude controlarlo. Dos días después de egresar, mi padre subió al colectivo en el que yo viajaba. Encontrarlo ahí me paralizó. Él me vio y se sentó detrás mío. No me dijo nada.
Soy adicta rehabilitada. Logré un vínculo saludable con mi mamá y nos sentimos responsables de cuidarlo cada día. Me gusta mucho andar en bici. Curso el CBC en la Universidad de Buenos Aires con la idea de anotarme en una carrera el año que viene. Me interesa, sobre todo, poder ayudar a chicos en situación de vulnerabilidad. Pude independizarme económicamente. Tengo muchas actividades por fuera del estudio. Trazo objetivos, trato de cumplirlos. Hoy trabajo como operadora socio-terapéutica en El Reparo, acompañando a personas que como yo luchan todos los días para dejar de consumir drogas. Rehabilitarse es atravesar el dolor y eso requiere tiempo, dedicación y voluntad. Mi mayor herramienta es haberme superado. Me reeduqué desde el amor y el compromiso. Aún así, mi rehabilitación no terminó porque la adicción es una enfermedad crónica. Cada miércoles voy a la terapia para egresados y a una individual. Y así será para siempre porque no puedo perder consciencia de lo mal que la pasé: eso me pondría en riesgo. Es que no se trata sólo de drogas sino de personas. Porque el problema no es sólo la sustancia, sino las historias de vida. Como ésta, la mía.
Producción: Victoria De Masi
Fuente: http://www.clarin.com/viva/Diario-sobreviviente-Sufri-violencia-adicta_0_1579642189.html
gracias, me ha gustado la publicación. ¡Enhorabuena al autor!